Llegó como era su costumbre cada tarde desde hace siete años. Desde el
día en que su ex mujer lo echó a patadas por inepto, frente a sus
pequeñas hijas.
El ya no pensaba en eso, pero su rostro impregnado de pena era una constante natural en su marchita fisonomía.
Nadie
le consideraba más que un simple mandadero, algunos hasta dudaban que
estuviera habilitado para ejercer legalmente y lo cierto es que sólo
tenía talento para servir café a media tarde antes de que los abogados
de verdad fuéramos a enfrentar la nieve, rumbo a los juzgados.
Ya
había pasado la época en que me daba pena, a todos los nuevos siempre
les daba un poco de pena, por su andar pausado, por su evidente
mediocridad. Pero con el tiempo la pena se convertía en fastidio, sobre
todo cuando cometías el fatal error de asignarle una tarea de mediana
importancia y él inevitablemente hacia gala de una estupidez tan
absoluta que te hacia sospechar de sus intensiones.
Luego venían
las disculpas, y si la falta era demasiado grave: el llanto. Y nada era
tan incómodo que ver llorar a un hombrecillo de poco mas de un metro y
medio, regordete y pasados los 50. Nada podía ser mas humillante. Así
que se le dejaba pasar y el hombrecillo volvía a ser invisible,
insignificante.
Tu aprendías la lección y evitabas volver a encomendarle una tarea mas importante que una taza de café.
Mientras
todos avanzábamos por la escalera corporativa el hombrecillo acumulaba
años en el mismo puesto de última fila, sin hacer mayor cosa y
recibiendo su escuálido salario que le daba justo para llegar a fin de
mes o poco menos.
Siete años de ser un auténtico bulto en el
despacho estaban al fin por terminar. De no haber sido porque el asunto
de la extensión me tenia cogido de los huevos, quizá hasta me hubiera
unido al festejo. Lo cierto es que el asunto de perder las comisiones
era un golpe mucho más grave que tener a diez inútiles como él.
Pero
se venía un año difícil y los socios de la firma debíamos decidir el
máximo de los recortes. Mientras pensaba en la mejor forma de lograr una
extensión del magistrado mi secretaria me llamó a la sesión de
directorio, nada importante, solo votar sobre el despido de Ramiro y
volver a los verdaderos problemas.
Dejé los documentos sobre la mesa y partí a la reunión. Quizá unos minutos con las anguilas asesinas me conseguirían el milagro.
Iniciamos
la sesión, los temas de rutina y lo del despido. Me extrañó que el
director de la firma se hiciera ciertos aspavientos en presentar el tema
y al tomar los votos hasta me pareció que un par de socios dudaban de
la decisión. Pero ya estuvo, por decisión mayoritaria el viejo Ramiro
dejaría de existir. Que alivio, aùn tenía mejores cosas que resolver.
Comenté
mi dilema a un par de mis mejores colegas, ambos expertos en estas
lides, uno de ellos había dictado un seminario de estrategia y
negociación en la célebre West Point, pero no supieron darme una salida.
Al entrar al despacho me recliné en mi sillón y respiré profundo.
Y como salgo de este hoyo, pensé mirando al techo.
Fue cuando sonó mi linea privada.
Era
el juez con una extensión para mi caso, gestionada por el ineficiente
Ramiro, antiguo compañero de universidad del magistrado de la causa,
mientras el juez me aseguraba “los mejores éxitos para el protegido de
mi buen amigo Ramiro”, pude ver por última vez su silueta cargando el
cajón con sus pertenencias.