La primera vez que la probé fue en el cole, el hermano de uno de mis
amigos la consiguió y la probamos en el baño, éramos tres en total los
que cagados del miedo y la excitación nos metimos por turnos al estrecho
cubículo del vater mientras el resto del colegio seguía con el monótono
ritual de las clases.
Lo que aprendí con ella en los breves
minutos que la tuve solo para mi, en medio de la estrechez y el poco
agradable olor no pudieron igualarlo doce años de obedientes estudios.
Aún hoy recuerdo el temblor en mis manos la primera vez que la toqué,
era la fascinación por lo prohibido, el vicio, el pecado tantas veces
advertido. Y nosotros tres rebeldes sin pausa la trajimos hasta aquí. Al
sagrado templo de un colegio católico, digno ejemplo de moral y
rectitud que hoy los impíos laceraban con aquella presencia, con aquel
acto réprobo.
No fue fácil traerla, los accesos son muy
controlados y tuvimos que ser muy precavidos y audaces. Aún después de
irse fue muy difícil para nosotros controlar la dicha, el instante de
gozo nos envolvió en una espiral de risa incontenible.
Mis labios
sintieron por primera vez el dulce beso de la muerte y desde ese día,
pobre de mi sigo buscando volver a la delgada línea de esa pequeña
muerte, el instante fatal en que no te perteneces y eres uno solo con el
universo.
Aún cuando solo dura un instante cuando lo pruebas por
primera vez la vida se convierte en un continuo peregrinar por volver a
experimentar esa dulce emoción.
Debo confesar con tristeza que
después de ella tuve muchas otras experiencias pero nada comparado con
la dulce prostituta que metimos en baño del colegio.